"Tememos a un virus que no conocemos, aceptamos normas que no entendemos y convivimos con conductas ajenas que no comprendemos"

"Tememos a un virus que no conocemos, aceptamos normas que no entendemos y convivimos con conductas ajenas que no comprendemos"

Por Alejo Iglesias. Especial para CodigoCBA.

Profesor de Filosofía.

 

Suele atribuirse un estado anímico originario al desarrollo de ese peculiar ejercicio del pensamiento llamado Filosofía: la interrogación. Al menos en la versión que de ella nos lega tradicionalmente la cultura de Occidente, la actividad filosófica consiste en disponer preguntas desafiando los límites del sentido común y proponer respuestas acatando los límites de la racionalidad. Este formato discursivo (sea un diálogo entre distintos interlocutores polemizando, sea un monólogo de autor sobre las páginas de su libro) le impone al pensamiento la condición de ser expresado lógicamente, es decir, darse a entender explícitamente -determinaciones del lenguaje mediante- demostrando el sentido -el Logos de los antiguos filósofos griegos- de las relaciones que establece entre los conceptos a los que recurre para construir la descripción (cómo es), la imaginación (cómo podría ser) o la prescripción (cómo debería ser) del mundo y de la acción humana en él. 

Concebida de este modo, la reflexión -la vuelta del pensamiento sobre los límites obvios de la morada habitual- adquiere un grado de exigencia argumental y explicativa que la eleva a nivel de conocimiento teórico. Filosofando hallamos sentido racional a nuestra existencia natural: ponemos dirección a nuestra conciencia ante el informe horizonte de la experiencia y enmarcamos entre el ¿Por qué? -causas- y el ¿Para qué? -efectos- a nuestras opiniones y decisiones.  

Puede resultar abrumador el contraste entre la referida manera de pensar y su aplicación ante nuestra actualidad coyuntural: estos tiempos de pandemia por COVID 19 revisten un desafío e, incluso, una confrontación a la racionalidad. Estamos históricamente ubicados en un punto en que, como pocas veces antes, nuestra concepción de “mundo” resulta modificada casi de manera constante y condicionada en modo creciente: nuestra conducta individual y, por lo tanto, nuestra amplitud como seres sociales afrontan casi a diario transformaciones involuntarias, da igual que resulten padecidas o aceptadas.  

La angustia acarreada por esta inestabilidad es inmensa y se plasma en los más diversos aspectos de la cotidianeidad personal: lazos afectivos alterados (aislar y distanciar personas es, aún en el mejor de los escenarios tecnológicos, empobrecer la dimensión emocional del encuentro), identidades personales desdibujadas (hábitos que se deshacen, supervivencias económicas que se deterioran, convivencias forzadas, etc.), determinaciones legales imprecisas e irregulares (implicando el riesgo de abusos e ilegitimidades) y conocimiento médico vulgarizado (y, con éste, la irresponsabilidad y los perjuicios accidentales derivados) son algunos de ellos. El aluvión de información que, compulsiva y ambiguamente, circula sobre estos temas no hace más que aprovechar nuestra preocupada atención a ellos, sin devolvernos, a cambio, certidumbre apaciguadora alguna…    

Justamente, en esa casi constante sensación de incertidumbre se ligan la aspiración filosófica (pensamiento lógico) y nuestra situación fáctica (condicionamiento psicológico). La búsqueda de justificaciones racionales para nuestras deliberaciones prácticas se frustra reiteradamente ante un medio ambiente cultural conceptualmente inapresable: la falta de fiabilidad en el conocimiento científico disponible, en la coherencia del ordenamiento político y en la homogeneidad de la moralidad social vigente va erosionando nuestra convicción base (arkhé o fundamento, en léxico filosófico) de que la realidad puede ser interpretada como un conjunto finito de fenómenos organizado en -algún nivel de- orden. Gradual e inadvertidamente, la cotidianeidad, ineludible marco vital de nuestro pensamiento racional, nos va inundando de irracionalidad.

Así, tememos a un virus que no conocemos (y del que, por lo tanto, no sabemos si estamos protegiéndonos adecuadamente), aceptamos una normatividad institucional que no entendemos (y a la que, por lo tanto, no damos genuino acuerdo) y convivimos con conductas ajenas que no comprendemos (y con las que, por lo tanto, no tejemos tejido comunitario). 

Ante esta corriente nefasta de rumbo masivo, la libertad de decisión de cada uno de nosotros puede ir ahogándose en la irracionalidad: nuestras creencias, confrontadas con los interrogantes del ¿por qué? y el ¿para qué?, responden –tal vez con pesar, tal vez sin querer admitirlo- que no saben, que están definiéndose por intuición, por pálpitos, por sumisión a voces ajenas… Asumir la conciencia de nuestra ignorancia no nos hundirá; por el contrario, podemos elaborar sobre ella una fasta barca que nos estabilice en un punto de flotación sobre el desconcierto, que nos permita captar el panorama de nuestro derrotero con una amplitud mayor a la de los estrechos titulares del apremio.  

Tal como Sócrates lo hiciera, podemos aprovechar este “saber que no sabemos” para seguir buscando las costas de una vida dotada de nuestro propio sentido personal, o podemos dejar de indagar en busca de ideas y sumarnos a las filas de la ideología que más eficazmente nos consuele… En cualquier caso, podemos descubrir, tras el telón de estos tiempos difíciles, una ocasión idónea para seguir forjando nuestra responsabilidad.