Particulares y espeluznantes rituales de los aztecas
Por Rubén Omar Scollo
El imperio azteca estaba conformado por tres estados y llegó a tener cinco millones de personas. La capital era Tenochtitlan, que ahora es en verdad la ciudad de México. Este imperio tenía un sistema económico muy sólido, un vasto nivel cultural y un ejército poderoso de costumbres sangrientas, como ocurría con muchas civilizaciones del pasado. Ellos tenían una preferencia bien marcada: la captura de prisioneros en lugar de matarlos.
A diferencia de muchos guerreros antiguos, los aztecas no querían matar a sus enemigos cuando luchaban con ellos. Intentaban sobre todo capturarlos vivos. De hecho, matar a un enemigo en el campo de batalla se consideraba una bajeza del guerrero ya que pensaban que se necesitaba más habilidad para capturarlo vivo. Cuando se capturaba a un enemigo, se lo trasladaba a la capital. Los guerreros que llevaban a Tenochtitlan más enemigos con vida, eran mejor valorados que los que mataban mucho. Si un guerrero llevaba cuatro o más enemigos vivos, se le daba un rango de honor.
Muchos historiadores tienen en claro que a los prisioneros los mantenían vivos para realizar sacrificios humanos. Los aztecas tenían profundas creencias religiosas. La adopción de una buena cantidad de dioses, les posibilitaban a éstos el control de toda decisión; ya que lo que sucedía “era porque lo hacía un dios”. Ellos sostenían que los seres superiores tenían que ser honrados con sangre.
Era tan importante la sangre para los dioses, que los aztecas incluso se cortaban ellos mismos para dársela; claro que el otro modo que había de dar sangre era sacrificando enemigos que habían capturado. Por este motivo era tan importante no matarles en la guerra. Siempre se necesitaban sacrificios humanos, por lo que siempre estaban en guerra. Atacaban otras ciudades vecinas para tener el suministro de víctimas casi constante.
Existían ciertas ritualizaciones que solían ser iguales. Los único que podía variar era el número de sacrificados en una sola ceremonia. Podía ser una sola persona o una gran cantidad de seres humanos sometidos. Se llevaba al prisionero a la parte superior de una pirámide y se le ponía boca arriba en un altar. El sacerdote hacía una incisión debajo de las costillas y metía la mano buscando el corazón. Una vez encontrado, lo arrancaba cuando todavía estaba latiendo. El prisionero posiblemente pasara sus últimos momentos de vida en total terror y dolor.
Luego de ser extraído ese corazón de un guerrero enemigo, era lanzado al fuego. Entonces el cuerpo del sacrificado era lanzado por las escalinatas de la pirámide hasta abajo del todo. Si el sacrificado tenía un estatus algo, se solía bajarle entre varios guerreros en lugar de simplemente lanzarle. Al ser tan religiosos, creían en la vida luego de la muerte.
El cómo se llegaba a la muerte, también era decisivo sobre ese cómo sería el más allá. Para todo esto, había cuatro tipos de vida eterna. Para los guerreros, si morían en el campo de batalla o sacrificados iban a otra guerra en el más allá. En otro caso, se permanecía unos años en el más allá para volver como un colibrí u otra clase de pájaro. En las otras dos formas del más allá, el viaje era parecido pero con algunos detalles cambiados.
Los guerreros aztecas poseían tres niveles diferentes, el de Águila o Jaguar. No había mucha diferencia entre ambos grupos, aunque la ropa era totalmente diferente. Para conseguir este rango tenían que capturar al menos cuatro prisioneros vivos. Por encima de ellos estaban los que habían conseguido capturar seis o más enemigos con vida. Se llamaban los Otomíes. En este nivel tenían su propio escudo y Macuahuitl personal.
El tercer nivel estaba signado por la captura de más de veinte enemigos. Estos guerreros de élite eran llamados los “esquilados”. Tenían este nombre porque se afeitaban la cabeza pero se dejaban una tira de pelo en el lado izquierdo de la cabeza. Dentro de los rituales existía el más sádico de todos en honor a Xipe Totec.
Al dios de la primavera y la agricultura que era quien a su vez “daba el paso de niños a hombres”; se lo gratificaba extrayendo corazones, pero en este caso también se despellejaba a la víctima. Esta piel era secada y los sacerdotes se la ponían durante más de dos semanas. Otra forma de sacrificar a las víctimas era mediante flechas. En muchas ocasiones los prisioneros morían desangrados por las heridas.
Todas esas costumbres aztecas eran muy particulares y ciertamente diferían (aunque en algunos casos presentaban ciertas similitudes) con otras culturas menos avanzadas de América.